La música supone para mí una fuente maravillosa de inspiración, le pasa a casi todos los que nos gusta escribir.
Y hay dos momentos en el que la música me inspira especialmente: cuando estoy corriendo y cuando estoy conduciendo. Quizás se debe a que en esos momentos mi cerebro debe encontrarse en una especie de duermevela, concentrado en otras acciones más o menos automáticas, y el subconsciente toma el control de mi imaginación.
Como es natural, a todos nos inspira la música del momento, la que escuchamos en cada periodo de la vida. Los que ahora leen Neimhaim le ponen música de Wardruna, o de muchos otros grupos de heavy metal nórdico, y todo ello le queda como anillo al dedo.
Pero lo cierto es que yo empecé a escribir Neimhaim hace 20 años, así que la música que entonces me inspiró era la de los años 80 y 90. Esta es la razón por la que nunca he querido hacer una tracklist del libro, como hacen otros autores, porque muchos tendrán en la cabeza su propia banda sonora de Neimhaim y les chocarán mucho las canciones que dispararon mi imaginación.
Es, al igual que los retratos de los personajes, un ejercicio personal e intransferible, una visión única y preciosa, la que la lectura forma en nuestras cabezas y en nuestros sueños.
Como más de un lector me lo ha preguntado alguna vez, y porque me parece que puede resultar curioso, me he animado a desvelaros seis canciones y el texto de las escenas que me inspiraron, y que fueron muy intensas para mí. Incluyo tres en este post y las tres restantes en una segunda entrega.
Estoy casi segura de que no coincidirá en nada con lo que vosotros habíais imaginado pero espero que al menos os resulte divertido descubrirlo.
Los siguientes textos contienen spoilers, así que es mejor no seguir si aún no te has leído el libro.
¡Salud a los Altos!
LLEGADA DE AILSA Y SAGHAN A LA PLAZA DE LA LUZ
La avenida principal de Vilaarn estaba desierta y silenciosa ante el cortejo ceremonial. Únicamente el sonido de los cascos de los caballos y las armaduras de los soldados rompía esa quietud.
Ailsa se percató de que no había nadie por las calles. De pronto percibió algo. Saghan también lo había oído: era un murmullo profundo, acallado pero insistente, que se incrementaba a medida que avanzaban hacia la Plaza de la Luz, donde serían coronados.
Como el estruendo de una cascada.
Entonces, al llegar a la puerta oeste de la plaza, el murmullo estalló en una ensordecedora ovación coreada por miles de voces. Su corazón se sobrecogió como si hubiera caído desde muy alto.
Todo Neimhaim parecía estar esperándolos al otro lado del inmenso arco. Saghan tampoco se atrevía a dar un paso más, intimidado por la abrumadora magnitud de la emoción contenida en el recinto. Una bandada de aves levantó el vuelo en lo que debería haber sido cielo azul. Pero allí, la bóveda celeste era un lienzo de cientos, miles de haces de luz que se entretejían en el aire y que procedían del entablamento que envolvía la plaza a una imponente altura, sostenida por una magnífica columnata de piedra blanca.
Eran espejos y cristales el origen de estas luces, reflejaban los rayos del sol con brillos cambiantes que tarde o temprano iban a cruzarse en el centro de la plaza, tras refractarse varias veces en torno a ésta. Allí donde se unía todo el entramado multicolor, brotaba un fulgor resplandeciente y maravilloso, que daba nombre al lugar.
Justo debajo de ese nimbo, una escalinata blanca emergía por encima de un mar de estandartes blancos y celestes, ondeando al viento como las olas espumosas. Aquel magnífico hito, que recordaba a un cortado rocoso, era el estrado donde se convertirían en Reyes de Neimhaim.
(…) Neimhaim celebraba el final del exilio de sus Herederos con fervor. Aquél era un momento largamente ansiado y Ailsa descubrió que podía sentir aquella multitudinaria emoción en toda su piel. Comprobó aturdida que las lágrimas resbalaban involuntariamente por sus mejillas.
Fue aquella acogida lo que alimentó su esperanza. Nunca hubiera sospechado que en aquel lugar se hallara el alivio que necesitaba. Por ellos, por su gente, merecía la pena luchar. En aquel momento, Ailsa se sintió más querida de lo que jamás nadie la había hecho sentir, porque no se trataba del cariño de una persona, sino de un grandioso amor multitudinario.
SIGFRED ANTE EL DEBER DE MATAR A LA PRINCESA DE HERTEJÄNEN
Todo acabó en ese instante: el viento, la lluvia de grava y el sonido ensordecedor. El silencio se extendió a la cañada, sólo roto por alguna piedra que caía rodando por la pendiente desquebrajada. El murmullo del río volvió a ser audible, y algunas hojas se esparcieron remoloneando en el crepúsculo.
Derrotado, Sigfred se hizo a un lado, dejándose caer sobre las grandes rocas partidas. Respiró tembloroso, con el alma tan hundida como su coraje.
Los ojos de la muchacha, abiertos como platos, miraban la hoja de acero, clavada en el suelo entre los dos.
—Que los Bäradlig me perdonen —pronunció con los puños cerrados—. Que los Altos se apiaden de mí. No soy un asesino.
Se apartó de su espada y de la muchacha que debía haber muerto por deseo de Nordkinn. Como kranyal había fracasado, y también como servidor de un dios. Se agarró a los guijarros, impotente. No soportaba su debilidad. El vaho de su respiración calentaba el suelo helado, y maldijo ese elemento, fruto del dios del Norte.
—Gue… guerrero… —escuchó tras él.
No deseaba volverse pero la vio, sentada entre los restos de la destrucción que ella misma había provocado, con el cabello revuelto y el rostro golpeado. Sollozaba, aún temblando. Parecía más asustada de sus propias fuerzas que de él. Pero cierta curiosidad había mitigado su miedo. Pronunció algo en su lengua extraña y luego, con un dificultoso acento, le dio las gracias en la única lengua que él podría haber entendido.
—Por todos los Altos, ¿de qué materia estáis hechos los tuyos, Princesa de Hertejänen?
Se levantó como si el Padre de Todos hubiera puesto el mundo sobre sus hombros y se acercó a ella, que le evitó con renovado temor. Sigfred le tendió la mano, pero únicamente consiguió asustarla más.
Los ojos de la muchacha brillaban como estrellas en su rostro sucio. El horror estaba grabado a fuego vivo en ellos, su mirada llena de inocencia. Sigfred comprendió que sólo se había defendido como un niño asustado. Pero su poder era sobrecogedor.
En verdad parecía frágil como un pajarillo, si bien su instinto de resistencia era fuera de lo común. Supo con seguridad que ya no la mataría. Despojarla de esa vida a la que tanto se aferraba era cometer el mayor de todos los sacrilegios, por encima de su honor y los juramentos rotos.
Sacó su espada del suelo. Con determinación, la apresó por un brazo y rasgó su piel, hasta que la sangre tiñó la hoja. Notó su estremecimiento al herirla. Al instante, el fulgor que había hecho resplandecer su anillo de hielo desapareció, devolviéndoles a las tinieblas. Soltó su mano y se apartó, alejando de ella su corrupta presencia. Envainó su acero y llamó a su caballo.
Sintió cierta alegría al comprobar que Zukunft había resistido a todo aquello. Lo acogió con verdadera necesidad, acarició su cuello y permitió que bebiera un poco en el río antes de partir.
Un mareo le nubló la vista y se sostuvo contra el flanco de su caballo, apretándose el hombro. Le dolía todo el cuerpo, pero allí no paraba de sentir agudas punzadas. Sudaba y sentía un calor febril. Se enjugó la frente y la encontró sangrando. Tenía una brecha abierta; ni siquiera lo había notado.
—Al menos… —oyó que decía la joven princesa. Sintió cerca de él las vaharadas de su respiración, helándose en el aire—. Al menos dime por qué me quieres muerta. Ni siquiera sabes quién soy.
Apenas podía ya distinguir su semblante en la oscuridad, pero le seguía pareciendo tan extraña como su acento. Era tan pequeña a su lado, y en cambio, tan osada…
Sigfred apretó con fuerza los puños y sintió el anillo clavándose en su carne. Se lo sacó como si quemara y lo apretó en la mano.
—Sé quién eres, Vije de Tjördemheid, hermana menor del rey Thorvald de Hertejänen. Y no soy yo quien quiere tu muerte, sino Nordkinn, Señor de los Hielos y dios del Norte, al que he jurado servir. Tú fuiste el precio por la vida de mis reyes.
Su exclamación de sorpresa fue previsible. La escuchó tropezar mientras se alejaba.
En las gélidas estancias del Palacio de Hielo, el dios del Norte le había hablado del exterminio de Hertejänen y de su única superviviente. Aquella niña había presenciado más muerte que el más curtido de los guerreros. Nordkinn la había destrozado por dentro, había masacrado su felicidad y, a pesar de todo, tenía la expresión más dulce que jamás había contemplado.
—Nordkinn —dijo ella, medio ahogada por el asombro.
(…)
Sigfred la hizo ponerse en pie y se sintió conmovido al ver que ni siquiera le llegaba al pecho. Muchas ideas pasaban por su cabeza a un mismo tiempo. Miró al río, cuyo cauce se había desviado tras los desprendimientos.
—Que los Antiguos guarden tu alma —le susurró, empleando la Lengua Antigua.
Sacó algo entre sus ropajes y se lo tendió. Era una daga, envuelta en su funda. Ella la tomó con reticencia.
—Mantente con vida —le dijo a modo de despedida—. El Señor de los Hielos atacará Neimhaim el día del solsticio de invierno, debes advertirlo. No silencies nada, te lo ruego. Diles que Sigfred Bäradlig, Capitán de los Jinetes Arthal, los ha traicionado. Yo… Debo marcharme. Eres demasiado valiosa, Vije Tjördemheid, y aún dudo de mi propia mano.
Evitó esos ojos que le recordaban su vileza y montó apresuradamente. Partió al galope, río arriba.
A medida que se alejaba, Sigfred sintió que algo oscuro crecía más y más en su alma, quemándole como un ácido las entrañas. Había fallado a su pueblo, a sus reyes, a su propia familia. Ahora había traicionado también a Nordkinn, a quien había jurado servir. ¿Había tenido alguna otra opción? ¿Podría haber burlado a las retorcidas Hilanderas? Sí, aún había otro camino, comprendió de pronto. Una posibilidad que las ancianas Moradoras del Árbol-Mundo no habían previsto.
Sintió una repentina prisa por dar forma a esa idea y fustigó las riendas para que Zukunft se diera aún más prisa. Pronto quedaría libre de su juramento.
ENTRENAMIENTO DE AILSA Y SAGHAN EN LA POSADA NEIMHAIM
Durante toda la mañana, Saghan observó pacientemente cada movimiento de Ailsa mientras cortaba leña. Poco a poco, comenzó a percibir los músculos en plena acción, descubrió su fuerza y sus puntos débiles, vislumbró sus flujos de energía. (…)
Bajo la gama gris del Nifflheim, Ailsa aparecía como una silueta deslumbrante. Sus brazos y pulmones brillaban con fuerza, lo que indicaba que le quemaban por el esfuerzo. El corazón era una luz que pulsaba incesantemente del centro de su pecho, como un pequeño sol. (…) En las palmas de sus manos, un brillo intenso acaparó su atención. Era una fina trama fulgurante. El frío y el duro trabajo le habían abierto dolorosas heridas. Ailsa no se había permitido un respiro. A su manera, él también se encontraba extremadamente fatigado. Nunca había permanecido tanto tiempo sumergido en el Mundo de las Brumas, y le costó mucho trabajo regresar a su propio cuerpo.
(…)
Jornada tras jornada, la vieja kranyal se mostró implacable. Buscó todas las limitaciones de Ailsa, y ella sufrió las más diversas formas de esfuerzo sin que jamás saliera una queja de sus labios, a pesar de que la mayoría de las veces sólo se daba por terminado el entrenamiento cuando caía sin sentido sobre la nieve. Shöjka prohibía tajantemente que nadie acudiera a ayudarla, y únicamente permitía que Zheit la atendiera en los casos más graves.
Ailsa jamás se daba por vencida. Siempre que caía, se levantaba con la imagen de Nordkinn en el pensamiento. Y aunque su cuerpo estuviera molido a golpes y atenazado por el frío, siempre encontraba fuerzas para comenzar de nuevo. Al ponerse el sol, después de haber terminado sus obligaciones en la casa, caía como un árbol talado sobre su jergón, y no se movía hasta la mañana siguiente, con las luces del alba, cuando se ponía en pie mientras toda la posada aún dormía, dispuesta a afrontar un nuevo y atroz día. Su resistencia y su empeño sorprendieron a todos. Admiraban su tenacidad, sobre todo las mujeres con las que compartía la estancia, que la veían caer rendida cada anochecer.(…)
Poco a poco, Saghan comenzó a desarrollar una afinidad natural con los movimientos de un cuerpo que no era el suyo, con su manera de pensar y de reaccionar. Cuando llegó el momento oportuno, el anciano le enseñó a abastecerla de energía sutil y gradualmente, de manera que la guerrera pudiera emplear sus fuerzas sin cansarse.(…)
Con el paso del tiempo, el cuerpo de Ailsa se fue endureciendo a fuerza de golpes, el tremendo esfuerzo al que se sometía a diario y la exposición al rigor invernal. Entretanto, en la posada comenzaban a proliferar los rumores.
(Continuará…)